Alguna vez, en las aulas universitarias, me preguntaron quien era el personaje más odiado de la historia peruana. Entonces, entre reflexiones y dudas, buscaba la respuesta saltando sobre las cabezas de pocos de republicana data y muchos de accionar reciente en nuestra trayectoria- país. Confieso que no me decidí por uno dado lo equiparado de la disputa. Hasta hoy. Hasta ahora que la jinetera institucional en que se ha convertido la Federación Peruana de Fútbol dio a luz un personaje no ladrón pero sí vil como pocos: don Manuel Burga Seoane, el único capaz de robarle protagonismo al mismísimo Montesinos en la película de los nunca amados de la escena nacional. ¿O alguien lo duda?
Sin embargo, es tal el rechazo popular generado en torno a este gordito de barba candado y mirada inocente que, y esto es lo que deseo resaltar, ha logrado plasmar un hecho casi de fábula: juntar al mejor estilo sanmartinesco al perro, pericote y gato de la fauna pelotera chola. Una conjugación de nobles voluntades dispuestas, incluso, a renunciar a la selección nacional con tal de reestructurar las normas que Burga inaltera y destruyen el fútbol peruano. Esas que suponen permanencia en su cargo hasta el 2010, pactos subterráneos en pro del continuismo anárquico y decretos con olor a lumpen.
El cuestionado directivo a respondido, como es su costumbre, con conceptos vagos, casi indiferentes, consciente que la caparazón FIFA es irrompible y que su mandato se cumplirá hasta el último día si es que lo desea así.
Pero eso no importa. Lo que vale, y más allá de compromisos de buena conducta que también deberían asumir los de la Asociación de Futbolistas Agremiados, es que sus despropósitos están sirviendo para despertar conciencias y soñar con verdaderos tiempos de cambio en el moribundo fútbol nacional.
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