A cien años de su nacimiento, que no daría por un video de 45
minutos de Lolo Fernández jugándose un clásico. Quizá mi colección completa de
literatura deportiva. De repente, hasta mi camiseta de campeón de Pelota de
Trapo. O, porque no, los souvenirs de alguna Copa América o mundiales de fútbol
que me tocó participar.
Pues me iré a la otra con esa intriga, con ese sabor insípido
de lo desconocido. Con el consuelo vano de los cuentos de mi padre sobre el máximo
ídolo del balompié peruano: que rompía
redes, que le hacía goles a todos los cuadros foráneos llegados a nuestro país,
que fue goleador y campeón de América el 39, que marcó 155 con la crema e hizo
más de 300 en toda su carrera…
Pues, Teodoro Fernández Meyzán sí que era de otro lote. Y no me
refiero exclusivamente a las anotaciones que por camionadas hizo con
Universitario de Deportes y la selección. Su trascendencia fue más allá. Lolo
encarnó el verdadero concepto de ser deportista. Era bueno jugando pero mucho
mejor como persona. Correcto dentro del campo y fuera de el, incapaz de actuar
con alevosía u otra actitud reñida con el juego limpio. Tanto que nunca se negó
a defender la camiseta del propio Alianza Lima o cualquier otro equipo nacional
o extranjero en choques amistosos o giras internacionales y prefirió ser leal a
la ‘U’ pese a las muchas ofertas que le hicieron. Por eso fundaron un estadio
con su nombre cuando todavía era futbolista.
Y no hay, dentro de las cientos de historias que en torno a
su figura se han contado, quien cuestione su valor humano, su afecto al perfil
bajo, su absoluto respeto por el rival. Así, hasta los Intimos de la Victoria
estrenaron una banderola gigante lamentando su muerte, en setiembre de 1996. Un verdadero grande.
E, incluso, mis cuatro tomos de la serie rosa entregaría por
45 minutos del legendario nacido en Hualcará.
Hasta la próxima.
o.rivasplata@pucp.edu.pe
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