La semana pasada, después de una charla sobre el racismo hacia los indígenas peruanos, una estudiante de los Estados Unidos me preguntó si en el Perú también había problemas de “crímenes de odio”.
Se conoce así a aquellos crímenes en los cuales la condición de la víctima genera un mayor ensañamiento por parte de los agresores. Con frecuencia, ni siquiera la conocen personalmente, pero actúan por lo que la víctima representa. Son ejemplos de crímenes de odio las golpizas a los travestis. los linchamientos de negros que cometía el Ku Klux Klan en los Estados Unidos o las agresiones de los skinheads hacia los inmigrantes en Europa.
El asesinato de Walter Oyarce por parte de un grupo de barristas/delincuentes de Universitario fue también un típico caso de crimen de odio, pues sus asesinos simplemente lo mataron porque era un hincha aliancista.
Antes que se produjera este crimen, la violencia de las barras bravas solía explicarse por la frustración de jóvenes pobres y marginales. Sin embargo, este crimen ocurrió en los palcos, la zona más exclusiva del estadio Monumental, donde se realizaban muchos actos de violencia sin que la policía interviniera, para no molestar a la “gente decente. En realidad, los asesinos de Oyarce no eran ni pobres, ni jóvenes. David Sanchez-Manrique gastaba en un mes más de 80,000 soles y era hijo de un próspero notario, mientras que Giancarlo Díaz era asesor de ventas de Pacífico Seguros y pertenecía a una adinerada familia, que he visto posar en un Ellos y Ellas del 2007.
Sin embargo, junto con los barristas/delincuentes que efectivamente asesinaron a Oyarce, también son responsables quienes han permitido que este fenómeno llegue a estos extremos: los directivos de los clubes, muchos otros hinchas y los medios de comunicación que los muestran como parte pintoresca del fútbol.
Mientras el gobierno ha dispuesto que los partidos de fútbol se realicen sin público hasta nuevo aviso, el congresista Carlos Bruce ha presentado el proyecto de ley 00272/2011-CR, para sancionar los crímenes de odio, considerando como agravante para un delito que sea cometido debido a “la raza, etnia, religión, sexo, género, orientación sexual, identidad de género, enfermedad, discapacidad, condición social, simpatía política o afición deportiva de la víctima”. Bruce cita numerosas normas de Argentina, Colombia, España, México, Estados Unidos y la mayoría de países europeos contra los crímenes de odio.
La aprobación de esta ley no sólo implicaría sancionar severamente los delitos cometidos por los barristas/delincuentes, sino enfrentar otros crímenes de odio muy comunes en nuestra sociedad. Todas las personas torturadas en comisarías que he conocido en los últimos diez años, fueran maestros, campesinos, estudiantes o inclusive los jóvenes de San Juan de Lurigancho tildados de “Los Malditos de Larcomar”, coincidían en tener marcados rasgos andinos, por lo cual la policía se ensañaba con ellos.
De hecho, en los crímenes de odio que se cometen en el Perú está muy extendida la responsabilidad de los agentes estatales. Tenemos así las masacres cometidas por los militares durante el gobierno de Belaúnde contra decenas de aldeas. Ancianos, mujeres embarazadas, niños pequeños fueron asesinados, sin ningún remordimiento, simplemente por sus rasgos físicos. De igual manera, centenares de mujeres fueron violadas en bases militares como Manta y Vilca. Los perpetradores pensaban que podían cometer cualquier atrocidad porque sus víctimas eran indígenas. Durante el gobierno de Fujimori otra demostración de crimen de odio fueron las esterilizaciones forzadas, donde las víctimas siempre eran mujeres indígenas. En todos estos casos, se manifestó siempre una responsabilidad institucional en amparar a los criminales.
Ahora bien, los crímenes de odio no surgen normalmente en una mente aislada, sino en todo un entorno social que justifica estos sentimientos, de manera que, aunque solamente hay algunos perpetradores directos, son muchos más quienes manejan discursos similares que lo justifican. Es lo que sucede con el bullying en los colegios: el agresor se sabe respaldado por los demás.
En el fútbol, las palabras violentas aparecen de manera permanente, llegándose a la glorificación de la violencia empleándose términos bélicos (trinchera, comando, aplastar, sin piedad, destrozar) o inclusive masacre o genocidio. En cada equipo se va generando un sentimiento de identidad que pasa de la lealtad al propio grupo al rechazo hacia el otro, frente al cual ya no existe ninguna restricción moral. Muchos hinchas, aunque no golpean a nadie, sí lanzan los peores insultos, a veces escudándose cómodamente en la internet, o, en todo caso, avalan todo lo que hacen los violentos, siempre que se lo hagan al rival… y así fueron generando la atmósfera que llevó a la muerte de Walter Oyarce.
Por eso, es urgente que en el Perú contemos pronto con una norma contra los crímenes de odio, pero también lo es enfrentar todas las expresiones de desprecio hacia la persona humana que existen en nuestra sociedad. Este terrible crimen nos muestra cuánto tenemos por hacer en ese camino.