El amor, “una magia” según Tito el Bambino o “una imbecilidad transitoria” en boca de
Ortega y Gasset, alcanza para todo. Y más todavía. Es el estado de mayor trance
y donde cualquier posibilidad, por más inverosímil que parezca, es dable. Yo
nomás cruce el continente en un arrebato de cabellos rubios y mirada de ángel
llamada Laury. Y Helena hizo arder Troya por culpa de las dotes amatorias de
Paris. Y hasta tengo un tío que raptó a su novia en caballo para hacerla su
esposa.
Algo de eso tienen dos atletas que conozco. Pero desde el
lado más sublime. Uno se llama Hugo y la otra Martha. Se conocieron haciendo
deporte. Y se enamoraron también, corriendo y entrenando. Tanto así que un día
de agosto del 2010 decidieron casarse de la manera más desatada: durante una
carrera. Aquella ocasión se juraron fidelidad en plena plaza de armas y
vistiendo zapatillas, short, bivirí, él corbata michi y la dama velo
transparente mientras decenas de maratonistas hacían de pajes y cientos de
curiosos aplaudíamos con mezcla de incredulidad y asombro.
Desde esa fecha ya no se separan. Y cuando alguno resbala o parece flaquear el
otro le ofrece la mano y le alienta. O si peores problemas se presentan en la
ruta hacen fuerza conjunta para superarlos hasta cruzar juntos la meta. Como
ocurrió en la reciente Maratón de la Fe, de casi 80 infartantes kilómetros
entre llano y altura, siete horas de recorrido, frio y calor, seco y lluvia, trocha
y pavimento, noche y día.
Esa mañana del
15 de diciembre, cuando quienes nos encontrábamos en la plaza de armas de
Otuzco dábamos por terminada la competencia, ellos aparecieron, y cruzaron la línea de llegada a paso forzado, agarrotados, con la piernas
temblorosas y a punto de desfallecer ante una muchedumbre que vitoreaba con
locura al quinto y sexto lugar. Martha
debió recibir, de inmediato, una inyección analgésica y Hugo frotaciones
constantes. Pero lo lograron. Es el mero
amor. Que alcanza para todo.
Y feliz navidad.