domingo, 29 de diciembre de 2013

AMOR ATLETA


El amor, “una magia” según Tito el Bambino  o “una imbecilidad transitoria” en boca de Ortega y Gasset, alcanza para todo. Y más todavía. Es el estado de mayor trance y donde cualquier posibilidad, por más inverosímil que parezca, es dable. Yo nomás cruce el continente en un arrebato de cabellos rubios y mirada de ángel llamada Laury. Y Helena hizo arder Troya por culpa de las dotes amatorias de Paris. Y hasta tengo un tío que raptó a su novia en caballo para hacerla su esposa.

Algo de eso tienen dos atletas que conozco. Pero desde el lado más sublime. Uno se llama Hugo y la otra Martha. Se conocieron haciendo deporte. Y se enamoraron también, corriendo y entrenando. Tanto así que un día de agosto del 2010 decidieron casarse de la manera más desatada: durante una carrera. Aquella ocasión se juraron fidelidad en plena plaza de armas y vistiendo zapatillas, short, bivirí, él corbata michi y la dama velo transparente mientras decenas de maratonistas hacían de pajes y cientos de curiosos aplaudíamos con mezcla de incredulidad y asombro.

Desde esa fecha ya no se separan.  Y cuando alguno resbala o parece flaquear el otro le ofrece la mano y le alienta. O si peores problemas se presentan en la ruta hacen fuerza conjunta para superarlos hasta cruzar juntos la meta. Como ocurrió en la reciente Maratón de la Fe, de casi 80 infartantes kilómetros entre llano y altura, siete horas de recorrido, frio y calor, seco y lluvia, trocha y pavimento, noche y día.
Esa mañana del 15 de diciembre, cuando quienes nos encontrábamos en la plaza de armas de Otuzco dábamos por terminada la competencia, ellos aparecieron, y  cruzaron la línea de llegada  a paso forzado, agarrotados, con la piernas temblorosas y a punto de desfallecer ante una muchedumbre que vitoreaba con locura al quinto y sexto lugar.  Martha debió recibir, de inmediato, una inyección analgésica y Hugo frotaciones constantes.  Pero lo lograron. Es el mero amor. Que alcanza para todo.

Y feliz navidad.

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