Me gustan los carajos de Natalia porque le salen de alguna glándula en la que está contenido su carácter combativo. Me gustan porque los presumo auténticos, no histriónicos: es fácil imaginarla en el resto de ámbitos de su vida diaria reduciendo las tensiones con ese mismo sazonado repertorio de ajos y cebollas.
Pero los carajos de Natalia, siendo así de genuinos, son nada más que el cascarón, el revestimiento anecdótico de un discurso serio cuya metodología está siendo lamentablemente trivializada por un sector de la opinión pública que está obsesionado con promocionar la ridícula imagen de “la mujer con huevos”. Al subrayar de modo tan eufórico el vocabulario peculiar de Natalia se subestima sus reales atributos técnicos.
Pocos captan que ella recuperó autoridad ante su equipo y la afición precisamente cuando dejó de alimentar el ego de su caricatura mediática –la tirana Malamala–, y pasó a convertirse en lo único que le tocaba ser: una entrenadora guerrera pero ubicada, capaz de devolverles a sus jugadoras el protagonismo que antes acaparaba su alter ego humorístico. No es casual que una de las mejores seleccionadas, Ángela Leiva, haya comentado el lunes: “Nunca había visto a Natalia tan calmada y serena como en este campeonato”.
Inferir, pues, que los carajos de Natalia son los artífices del título sudamericano de vóley es darle ociosa cuerda a la trasnochada tesis de la “mano dura”, tan defendida por todos aquellos que a estas alturas aún creen que los peruanos solo saben reaccionar si se les emplaza —o sea desahueva— con violentas cuadradas.
Este equipo de chicas le ha enseñado al país que su orden y disciplina no es resultado de achorados mangoneos cuartelarios, sino producto del amor propio y la persistencia. Natalia, por su parte, ha demostrado que sus carajos sirven más cuando son parte de un libreto de arenga y estímulo, no cuando son los alaridos efectistas de su show personal. ❧
Renato Cisneros.
La Republica