sábado, 16 de febrero de 2013

LA FABRICA DE LOS MITOS


Cuando se descubre que héroes deportivos como Lance Armstrong o Tiger Woods no son tan honorables como muchos hubiéramos querido creer sus defensores tienen la posibilidad de decir: “Bueno, al menos no murió nadie”. Esa coartada ya no sirve en el caso de Oscar Pistorius, el más heroico de todos, obligándonos una vez más a reflexionar sobre la maquinaria comercial que pretende convencernos de que existe una correlación entre la excelencia deportiva y la calidad humana.
Las empresas que pagan millonadas a los deportistas para utilizarlos como cebo para que el público compre sus productos han procurado vender la premisa de que no solo pedalean bien, corren bien, pegan bien a una pelota sino que son ejemplos morales a seguir. Las historias siempre ofrecen variaciones sobre el mismo tema. Han superado una infancia difícil, una enfermedad complicada o —en el caso inverosímil de Pistorius— la amputación de sus piernas y al final, tras un sobrehumano esfuerzo, han conquistado la gloria. Ergo son grandes personas. Ergo, si usted compra nuestra zapatilla, bebe de nuestra botella, conduce nuestro coche estará adquiriendo no solo una zapatilla, una bebida o un coche. Viene incluido un magnífico valor agregado: se le contagiará, por una especie de ósmosis mágica, el espíritu noble y triunfador del famoso que nos patrocina.
Un artículo ayer en el Financial Times identificaba al “complejo deportivo-industrial” como el gran y pernicioso fabricante de mitos deportivos. O sea, las grandes empresas patrocinadoras cuyos ojeadores viajan por el mundo, contratos en mano, a la caza de deportistas deslumbrantes de 14 años. Una vez seleccionado el individuo se espera a ver si triunfa y, si lo logra, se eligen cuidadosamente anécdotas de su breve historia para elaborar la biografía de un pequeño dios. Y, sí, es verdad que ahí es donde origina el dinero, la fuente de todos los males, pero una vez que empieza a fluir aparecen muchas personas dispuestas a lubricar la máquina de los sueños. Los agentes, los compañeros de equipo, los clubes, todos sacan su tajada y todos aportan lo suyo para que la imagen del deportista en cuestión se mantenga debidamente endiosada. Vean, por ejemplo, la conspiración de silencio que protegió a Armstrong durante tantos años.

Pero nada de esto funcionaría, y esto es lo absolutamente determinante, sin la complicidad del público y de los medios. No porque ellos también saquen dinero sino más bien porque el trasfondo de todo, la razón del éxito de la máquina de los sueños, es precisamente que los seres humanos tienen, como siempre han tenido, la necesidad de soñar. Quieren creer en héroes, y quizá más aún en estos tiempos en los que, más allá de la guerra por otros medios que es el deporte, se vislumbran tan pocos. No hay generales o políticos o incluso grandes figuras religiosas que nos inspiren, como en otras épocas, o si los hubiera se pueden contar con los dedos de una mano.
Entonces nuestro afán de creer en la existencia de superhombres, en referentes que acaparan las más admiradas virtudes humanas, se acaba concentrando en unos jóvenes selectos que en realidad son tan falibles como todo el resto de la especie. Y que muchas veces se vuelven más falibles aún ante el deseo desesperado de mantenerse en la cima o ante la falta de los mecanismos de defensa necesarios para convivir con la fama, la riqueza y el desfile de novias guapas que se les presentan sin perder la cabeza.
Los hay que no la pierden. O eso quisiéramos pensar, claro, hasta que nos sacuda la siguiente mala sorpresa. Aunque quizá la sorpresa más grande sea que más de nuestras divinidades deportivas no exploten, que no recurran al dopaje, o a las drogas, o al alcohol, o que sus historias no acaben en tragedia, como la de Pistorius o el exportero del Barcelona y de la selección alemana, Robert Enke, que se suicidó.
La regla general para que los deportistas sobrevivan la celebridad es tener la suerte de haber dado con una familia o, si eso falla, un agente, o compañeros de equipo o de club que les sepa mantener los pies en la tierra. Pero hay excepciones a la regla también. En el eterno intento de imponer la lógica a nuestra enigmática existencia tendemos a construir teorías que lo explican todo, casi siempre después de los hechos. Como también somos incapaces de evitar el impulso a buscar culpables. Habrá explicaciones y habrá culpables en mayor o menor medida, dependiendo del caso. Lo podemos racionalizar o complicar todo lo que queramos, pero al final de lo que se trata es de la infinita variedad y el insondable misterio de la vida misma.
John Carlin. El Pais.

No hay comentarios:

Publicar un comentario