Un cuarto de siglo atrás tuve una ocurrencia que atesoro con
nostalgia. Venía en la línea Trujillo - El Porvenir junto a mi hermana mayor.
De repente, un tipo bajo, con los pómulos marcados y la frente calzada, pasó
por el lado nuestro rumbo al fondo del vehículo. Se sentó, cabeza gacha y
procurando hacer el menor ruido, sin advertir quizás que varios seguían sus movimientos y uno, de nueve o diez años, con los ojitos saltones de puro
maravillado. Bajé del bus diez cuadras más adelante repitiéndole el nombre de
ese joven a Giovanna quien sólo reía de mi desespero por no tener un lapicero
ni papel a la mano.
Aquel personaje era Orlando Romero Peralta. Romerito. Habían
pasado varios meses de su mítica pelea por el título mundial ligero de la AMB en
el Madison Square Garden de Nueva York contra el garañón italiano Ray Mancini y 25
mil norteamericanos que lo insultaban en coro al comienzo y luego se admiraron
de su guapeza. De esa batalla de setiembre de 1983 que arañó la
gloria y 20 millones de peruanos también amagábamos, cuerpeábamos, sacábamos el
gancho, el jab y el recto de izquierda y le regalábamos nuestro más caro
aliento al campeón latinoamericano, forjado por el gran Mauro Mina y consolidado por Nicolás Cárpena. Al trujillano
más corajudo que la historia deportiva expuso.
Aquella noche, tras el fatídico noveno asalto, lloré tanto o más que cuando Argentina nos eliminó en las Eliminatorias para México 86. Ironías, mucho tiempo después sí pude darle un abrazo y hasta sonreímos, evocando, en una salita de estar en la Editora La Industria, mientras le hacía una entrevista.
Aquella noche, tras el fatídico noveno asalto, lloré tanto o más que cuando Argentina nos eliminó en las Eliminatorias para México 86. Ironías, mucho tiempo después sí pude darle un abrazo y hasta sonreímos, evocando, en una salita de estar en la Editora La Industria, mientras le hacía una entrevista.
Hace tres días se cumplieron 30 años. Y es justo recordarlo.
Hasta la próxima.
Oswaldo Rivasplata
o.rivasplata@pucp.edu.pe
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