martes, 10 de mayo de 2011

Correr contra la muerte



El desafío del ciclista es doble: compite contra el rival y corre contra el tiempo. Además, pretende dominar a la naturaleza, cuya prueba más dura es la montaña, "es decir la gravedad". Y vencer al reloj y a la montaña, dice Roland Barthes, "es decidir que el hombre puede dominar la resistencia de las cosas, adueñarse de todo el universo físico". La montaña, según el filósofo francés, pide sacrificio humano. Para ganarle, además de músculos, inteligencia y carácter, el ciclista precisa del "jump". Barthes define al "jump" como "un verdadero influjo eléctrico que sacude a ciertos corredores amados por los dioses y les hace llevar a cabo proezas sobrehumanas".

Implica "un orden sobrenatural en el cual el hombre triunfa a condición de que un dios lo ayude". Barthes concluye hablando del mítico corredor luxemburgués Charly Gaul, campeón del Giro de Italia de 1956. Gaul subió primero que todos el Monte Bondone. Llovía. Hacía ocho grados bajo cero. Llegó al borde del colapso. "A veces -escribió Barhtes- los dioses lo habitan y él maravilla; a veces los dioses lo abandonan."

Los dioses abandonaron el lunes a Wouter Weylandt en el Giro de Italia. El ciclista belga se había salvado un mes antes, en el Gran Premio del Escalda. Cayó de modo aparatoso en una recta que tiene un doble borde a veces imposible de evitar y se golpeó la cabeza. La lesión de un compañero de equipo obligó a convocarlo de emergencia para el Giro de Italia. El lunes cayó de su bicicleta mientras descendía a unos 70 kilómetros por hora, voló unos metros y se mató al golpear contra el asfalto. Los 206 corredores del Giro corrieron juntos ayer seis horas, un funeral de 216 kilómetros de Génova a Livorno, sin ganadores ni clasificación, para homenajear al compañero muerto.

El telecronista de La Gazzetta dello Sport no pudo controlar el llanto. Lejos de protestar porque no hubo competencia, los aficionados adhirieron exhibiendo carteles de apoyo a Weylandt. Fue decisión exclusiva de los ciclistas. Casi nadie se sumó a la queja del español Pablo Lastras. "Sólo piensan en el espectáculo y en el morbo. Con nosotros nunca cuentan. Como si fuéramos gladiadores, cuyo único valor es el de pelear, sangrar y morir. O como si esto fuera un circo y nosotros la atracción. Pero no somos monos, sino artistas."

Weylandt murió porque se distrajo donde no debía hacerlo. Motos de 240 kilos toman las curvas en esa bajada a 45 kilómetros por hora. Los ciclistas del Giro lo hacen al doble. Sus bicicletas pesan 8 kilos. Lance Armstrong, el mítico campeón del Tour de Francia, escribió en su primer libro que soñaba con morir en un campo de girasoles en Francia, bajando con su bicicleta a más de doscientos kilómetros por hora. Posso de Bocco, donde murió Weylandt, no es el lugar más peligroso del Giro. El tricampeón del Tour de Francia, Alberto Contador, advirtió hace días sobre la 14» etapa que se correrá el 21 de mayo, el ascenso al Monte Crostis. "Me da miedo, nunca he visto una cosa similar. Se va más allá del límite".

Releo una crónica, previa a la muerte de Weylandt, del ex ciclista español Pedro Horrillo: "He ojeado el libro de ruta" y "lo que he visto me asusta. El Giro siempre se ha caracterizado por sus excesos, pero este es el más excesivo que yo he visto en estos últimos años". Horrillo contó que se instalarán redes de contención en el Monte Crostis, la subida previa al Monte Zoncolan. "Este exceso me indigna de modo especial", dijo Horrillo, al recordar que él mismo cayó en el Giro de 2009 ochenta metros por un barranco. Los rescatistas abandonaron la búsqueda cuando llegaron hasta los sesenta metros. Uno insistió y lo encontró entre las ramas. "Me chiamo Pedro", le avisó Horrillo, hoy licenciado en filosofía y columnista del diario El País.

"No me quiero partir la crisma por seis francos", se quejaban algunos ciclistas en el Tour de Francia de 1924. "Yo también he caído, he sido atropellado por motocicletas. Sé lo que es esto. Hay tantas cruces de madera en nuestro oficio como en cualquier otro", los "pinchaba" Alphonse Baugé, jefe de la competencia. Para que dejaran de quejarse, les recomendaba leer "La vida de los mártires". "El Vía Crucis tenía catorce estaciones. El nuestro tiene quince", replicaba Henri Pelissier. "Llegará el día -decía Pelissier al periodista Albert Londres- en que nos colocarán plomo en los bolsillos porque alguno creerá que Dios ha hecho al hombre demasiado ligero".

Londres describe los descensos de la cima, a sesenta kilómetros por hora. "Si no hay un fiambre es porque los precipicios no lo han querido." Los propios ciclistas, sin embargo, hacían huelgas hasta pocos años atrás protestando porque los obligaban a usar el casco, aún después de que el italiano Fabio Casartelli murió desnucado tras una caída en el Tour de 1995. La obligatoriedad se hizo ley en 2003, tras la muerte del kazajo Andrei Kivilev en la París-Niza. El casco no evitó la muerte de Weylandt. Ernest Hemingway fue bien descriptivo después de ver morir a Gustave Ganay en el Velódromo de París. "Oímos que se le aplastaba el cráneo dentro del casco como cuando uno golpea un huevo duro contra una piedra para quitarle la cáscara en un picnic". Igual que a Hemingway, la épica del ciclista que desafía a la muerte fascinó a muchos escritores.

Nadie escribe sobre carreras en el llano, como si compitieran en bicicletas fijas. Los ciclistas asumen el riesgo. Se exponen más que los esquiadores, motociclistas, automovilistas y motonautas. Hacen recordar a los aviadores norteamericanos que aterrizaban en un portaaviones en plena noche, en un océano negro con olas de tres metros, superaban luego la barrera del sonido y terminaban ingresando en la carrera espacial. Los que morían en el intento era porque no tenían "Lo que hay que tener", como llamó a su libro el escritor Tom Wolfe.

Las listas de ciclistas muertos en acción que publica la prensa en estas horas incluyen a Javier y Ricardo Otxoa, aunque los gemelos vascos, en realidad, no cayeron en montaña, sino que fueron atropellados en 2001 por un auto que invadió su carril en Málaga, cuando regresaban de entrenarse. Ricardo, su padre, volvió al hospital de Málaga al que había trabajado unos años antes para certificar cuál de los gemelos estaba muerto (Ricardo) y cuál moriría pronto (Javier), como escribió el periodista Edwin Winkels en De Muur. A Javier le extirparon parte del pulmón izquierdo. Recibió seiscientos puntos de sutura. Todo su cuerpo quedó lastimado. Sufrió seis edemas en el cerebro. Pasó 65 días en coma.

Los médicos no se animaban a operar. Cuando regresó de la muerte, tenía el nivel intelectual de un niño de siete años. En el hospital, recibió una comunicación de la Unión Ciclista Internacional (UCI) que, después de varios años de reclamo, aceptaba que su elevado hematocrito tenía origen genético y no era por consumo de EPO. La UCI autorizaba a correr al moribundo. Pareció una broma, una más de la autoridad. Javier Otxoa, que ya recuperado fue campeón paralímpico, recuerda siempre al Tour de Francia. En su debut en 1999 llegó a bajar el Tourmalet por la parte de atrás, casi en vertical. El velocímetro marcaba 102 kilómetros por hora.

La hazaña fue mayor al año siguiente. El 10 de julio de 2000 subió primero a la cima del Hautacam, en los Pirineos, a más de 1500 metros, superando nada menos que a Lance Armstrong al cabo de una etapa de 205 kilómetros. Sucedió siete meses antes del accidente. Hacía un frío helado. Llovía. Armstrong arremetió furioso y sobre el final le descontó más de diez minutos. Pero no pudo ganarle. Javier levantó el trofeo en el podio. Un cristal pesado. Los organizadores le dijeron que debía devolverlo. A cambio, le dieron un arco de plástico que no pesa ni cien gramos y tiene una publicidad de Coca Cola.


Ezequiel Fernández. Diario La Nación, Argentina.

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