viernes, 7 de mayo de 2010

Cincuenta ancianas y dos porterías


Amanece en Limpopo. Algunas casitas y otras chabolas asoman el tejado entre los árboles. La luz matutina baña el valle de Mafarana; y también el llegar pausado, columpiado, del goteo de siluetas femeninas. Sus curvas, envueltas en mantas y paños tradicionales, no son de juventud. Sus cabezas, cercadas por pañuelos, no esconden elaborados peinados sino un pelo camino de marchitar.

Las ancianas, algunas de considerable dimensión, otras diminutas, van apareciendo entre restos de sueño y primerizas sonrisas a un campo de tierra. Se diría que acuden a una reunión tradicional, a alguna ceremonia o al mercado semanal si no fuera porque en lugar de cestas con frutas o fajos de madera cargan bolsas de deporte sobre sus cabezas. Y porque las deportivas que sujetan en sus manos lucen tacos usados.

Es pronto. Es lunes. Es día de entrenamiento para el equipo probablemente más ajeno a la Copa del Mundo en todo Sudáfrica: se llama “Club de fútbol Mafarana gogos” y está formado por 55 mujeres de esta zona rural del país. La más joven tiene 44 años. La mayor, 89.
Tras el ritual de los saludos y quetales, las gogos (término que usan los sudafricanos para las mujeres de edad avanzada) desfilan desordenadamente hacia los vestidores: los árboles de detrás del corner en pos de los que se produce la sorprendente transformación. En unos minutos reaparecen con su pantalón corto celeste o rojo, calcetines altos a conjunto y número en la espalda.

Sus dos entrenadores las esperan para empezar. “¡No tenemos ningún problema en amaestrarlas! Son dóciles y muy obedientes… ¡siempre hacen lo que les dices!” cuenta Sam Rikhoiso, su mister. A parte de instructor, Sam es hijo. “Hay muchas enfermedades que afectan a la gente mayor: hipertensión y diabetes sobretodo, pero también el cansancio que viene con la edad… Los médicos y las enfermeras dicen que es bueno para ellas hacer ejercicio y les recomendaban usar las máquinas de la clínica, pero allí los recursos son muy escasos. Nuestras madres se sentaban allí durante horas esperando un turno que a la mejor no llegaba”.
El menudo número 12, Munkene Mushwana, calienta sus 89 años y estira sus delgadas piernas. Corre a cámara lenta, pero consigue seguir el ritmo del silbido de Sam. Derecha, izquierda. No rompe la fila.
Nada lejos del terreno de juego, al otro lado de la carretera se yergue la pequeña clínica del pueblo, la Clínica Jamela, la encargada de atender los enfermos de los 1.400 hogares que Mafarana tiene esparcidos por el valle y las montañas colindantes. Diez enfermeras la hacen funcionar de lunes a sábado, a la espera del médico, que sólo visita una vez por semana.
La triste imagen de las gogos sentadas esperando en Jamela es la que suscitó a Sam la idea. “Pensé: si organizamos un equipo de fútbol ninguna se queda sin ejercicio y además se van a divertir mucho más”.

Una humareda baja se levanta ahora del campo, lejos de las dos porterías sin red. Acabado el calentamiento, los muslos generosos, las piernas torcidas, las cojas y las nalgas voluminosas se han lanzado a la persecución del balón, que de vez en cuando incluso llega a ser golpeado. El tropel se desplaza entre una nube caótica de extremidades y risas contagiosas.
Shadrack Shingange, el segundo entrenador, tiró adelante este curioso y exitoso proyecto junto con Sam. “Si no haces ejercicio tu estado de salud se deteriora a diario. Es impresionante como han mejorado desde que se formó el equipo. Al principio nos criticaban, decían que estábamos locos, que perdíamos el tiempo, pero con el tiempo han visto que el deporte está ayudando muchísimo a nuestras gogos”.

“Nos hace sentir sanas y fuertes” suelta con energía Louisa Ntshuketana, madre de cinco niñas. “Muchas de nosotras teníamos dolores en las piernas o en el pecho cuando corríamos. Tosíamos. Al principio nos dolía todo al correr pero ahora nos sentimos genial. Y además, esto del fútbol nos hace felices.” Ella es una de las pioneras en el equipo. Aunque tenía sus dudas, rápido se apuntó a probarlo cuando, en 2005, empezó el experimento. “Inicialmente, cuando nos lo propusieron pensamos que ya éramos demasiado viejas, que ya no éramos capaces de hacer deporte y menos de jugar al fútbol. Pero eh, hemos descubierto que ¡aish! sí podemos correr… ¡y cómo!”.

Dan más vueltas ellas que la pelota. Cuando le dan, el derroche es de cantos. Cuando el impulso de un tiro frustrado las tumba en el suelo y se rebosan en la arena, el despilfarro es de carcajadas.
La número 12, la pequeñita, la abuela de todas, vive en una cabaña en la colina, a dos kilómetros y medio del centro del pueblo, del campo y, claro, de la clínica, a la que tiene que bajar dos veces por semana. “Antes usaba un bastón para andar y tardaba tres horas en llegar hasta Jamela, ahora, no solo me siento sharp –bien- y camino sin muleta sino que además sólo me demoro 45 minutos en hacer el mismo recorrido”.
Aun el esfuerzo de la caminata madrugona (muchas de ellas viven lejos del terreno) y de pasar las penurias de las agujetas pocas lo ven como una cruz, como un pesado deber. La mejora en su estado de salud es la valiosa recompensa, un tesoro que además, les resulta un placer conseguir. Y es que, como se cuestiona la alegre Letty Rikhotso, de 84 años, “¿a quien no les gusta pasárselo bien?”.

Tanto lugareños como hermanos y maridos (los que siguen vivos) de las “mafarana gogos” se han acabado acostumbrando a ver a sus parientas mayores en calzón corto y detrás del balón y por fortuna, el apoyo de los más próximos es absoluto. “Mi esposo siempre me ha animado, él trabaja lejos pero cuando vuelve al pueblo incluso viene a verme entrenar”, cuenta Liz, luciendo sus collares encima del uniforme.
No practican tiros de falta, centros ni fueras de juego. No hay pizarra, plan táctico, ni existe formación alguna. Pero sí hay turno para la ronda de penaltis. En fila las pelotas, poca apaleadas, esperan que algún pie dé con la diana. La arrugada portera se esfuerza en salvar las pocas ocasiones que llegan entre los tres palos.

Sam y Shadrack están tan o más orgullosos que las propias gogos de lo que han conseguido con las viejas de Mafarana. “Desde que se ejercitan se sienten en forma, sanas, ya no se quejan de rampas, de que están cansadas,…”, asegura Sam, casi maravillado.
Pero no es solo una impresión del ilusionado Sam. Elisabeth Shikwambana, la enfermera encargada de los ejercicios en Jamela, confirma la pequeña proeza y certifica el notable progreso en su salud. Además, aunque parezca increíble, desde la formación del equipo, hace 5 años, “no ha habido ninguna lesionada” según Elisabeth, quien bromea añadiendo que “las papayas y las naranjas las mantienen fuertes”, haciendo honor así de paso a los frutos que crecen en su tierra.

Al finalizar la sesión y previo paso por los tronco-vestidores, metidas ya todas de nuevo en sus atuendos tradicionales, entonan en coral un par de plegarias musicadas. En xitsonga, su lengua, agradecen a Dios que les permita hacer esto a lo que llaman fútbol además de cantar el himno que crearon para su club.
El sol ha empezado ahora ya a calentar la inicialmente gélida mañana. Las gogos se dispersan entre la vegetación. Sus tareas diarias les esperan. En un rato estarán picando grano, ocupándose de los niños o haciendo la cosecha. Sin que ningún forastero que accidentalmente pase por Mafarana pudiera sospechar la afición tardía que ayuda a estas mujeres a mantenerse sanas y alegres.

Gemma Parellada.
Periodismohumano.com

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