Hace unos días, una sentencia recorrió Internet con nítida acidez: "La raqueta de Federer irá a un museo de arte; la de Nadal, a un museo de tenis".
Cuestiones de gustos, de preferencias; de la eterna e inconsciente búsqueda de crear diferencias, de establecer comparaciones. Nadie duda de que Federer pugna por un lugar como el mejor de la historia; por la riqueza de su tenis, por su carisma, por la cantidad de Slams. Porque es local en cada sitio del mundo donde juegue. Porque incluso llorando por una derrota (Australia 2009), rememorando aquellos tiempos de niño caprichoso que rompía raquetas, provoca un buen feeling con la gente.
Nada de ello quita reconocer la jerarquía de otro formidable campeón como Nadal. El tercero más joven en la historia, a los 24, en ganar los cuatro títulos de Grand Slam, detrás de Budge y de Laver. Se decía que Rafa nunca podría triunfar en Wimbledon; lo hizo, y dos veces ya. Se creía que por su enorme desgaste sucumbiría en el intento de alcanzar la cima, que le explotaría el motor en plena recta y a máxima aceleración; no sólo llegó, sino que cada vez luce más compacto, más jugador. Se pensaba, hace poco más de un año, que sus maltratadas rodillas acelerarían el retiro; reverdeció como los auténticos gigantes, cuando se sacaban cálculos de si, además de Federer, empezaría a mirar de atrás también a Djokovic y a Murray.
A diferencia de Roger, Nadal es visitante en casi todo lo que no sea España. Al final lo aplauden, le reconocen su capacidad y entrega, pero primero le hacen sentir que de los dos que batallan según la ocasión, el menos favorito es él. Por ranking... o porque sí.
Hoy, después de su conquista del US Open, el único certamen grande que le faltaba -también obtuvo la Davis y el oro olímpico-, ya se debate si Nadal está para pelear entre los más grandes de la historia, con las dificultades que certificar esa apreciación implica. Granítico, con el ADN de la victoria estampado en el alma, que progresa -como lo mostró hasta con su saque en Flushing- y no deja de sorprender con su variedad defensiva, ese chico que se mete en el vestuario para festejar la Copa del Mundo con Casillas y sus otros ídolos del Madrid, también empieza a acomodarse con firmeza entre los queribles. No es fácil asumir el rol de ser el hombre que amargó tantas veces a Federer. Lo hace con hidalguía, respeto y la fiereza de quien defiende lo suyo hasta más no poder.
"No puedo decir que sea el mejor deportista de la época de oro de España. No tengo ni idea; sería muy arrogante decirlo. Soy uno más, como Pau Gasol, como Fernando Alonso, como Alberto Contador. Estar en ese grupo para mí ya es un honor", dijo al regresar a su país.
En la humildad también se forjan los número 1. Su raqueta, en definitiva, estará en el museo de quienes portaron estirpe de campeón.
Claudio Cerviño. Diario La Nación de Argentina.
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