lunes, 22 de noviembre de 2010

Gracias fútbol, por nutrir la literatura



Aunque nunca fui un gran entusiasta de sus teorías literarias, siempre recuerdo un cursillo que le oí a Roland Barthes, en los cursos de tercer ciclo de La Sorbona, a comienzos de los años sesenta, sobre el lenguaje de la moda. El ensayista francés llevaba a las clases las revistas de moda más populares –“Elle”, “Vogue”, “Marie Claire”– y sometía sus textos a un análisis brillante e incisivo.

Sus explicaciones mostraban de manera convincente que la crítica de (sobre) modas tiene muy poco que ver con la realidad que, supuestamente, describe con palabras –los vestidos, sombreros, zapatos, adornos, etc. de damas y caballeros– y que es, más bien, una retórica autosuficiente, autárquica, de gran originalidad e inventiva, cuya función consiste en ‘mitificar’ la moda, rodeándola de una aureola fascinante e irreal. Muchos de los lenguajes críticos de nuestro tiempo cumplen una función parecida: crear mitologías, incrustar lo irreal en la realidad cotidiana, añadir una dimensión imaginaria y fantástica a la experiencia de los hombres. En contra de lo que piensan muchos intelectuales puritanos, convencidos de que el hombre no debe distraerse jamás del mundo objetivo, de los problemas tangibles y contables, de la HISTORIA con mayúsculas, yo pienso que esta actividad –que por otra parte es la mía: fabricar ficciones– no tiene nada de enajenadora.

Que es, más bien, utilísima desde el punto de vista del individuo y de la sociedad. Todo lo que tienda a activar la fantasía y la imaginación humana es bueno. Todo lo que contribuya a estimular el apetito de la gente por ‘otro’ mundo, distinto de aquel en el que viven, es positivo, pues mantiene viva la insatisfacción y la inconformidad, el deseo de cambio, que es el combustible del progreso. Esta es la función principal de las ficciones en la vida –de todas las ficciones, las de los libros y de las películas, las que se cuentan y las que se cuenta uno mismo en la soledad de conciencia– y esto explica, sin duda, la terca longevidad de la ficción en el curso de la historia. Mientras haya ficciones habrá esperanza. Cuando desaparezcan, ya no la habrá, pues la humanidad se habrá robotizado del todo.

Igual que la crítica de (sobre) modas, la crítica del fútbol es también una formidable maquinaria creadora de mitos, un espléndido surtidor de irrealidades que alimenta el apetito imaginario de vastas multitudes. Hasta hace relativamente pocos años no lo era, pues los comentarios de fútbol en la prensa, la radio y la televisión tenían un carácter realista, se limitaban a cumplir el más mediocre cometido que cabe a la crítica: describir servilmente la realidad, referir puntualmente las incidencias de un partido, informar con objetividad –es decir, en un lenguaje invisible, transparente– sobre la actuación de los jugadores. ¿Qué interés puede tener ese tipo de crítica científica? En ese tiempo había que leer la crítica taurina. Era la verdaderamente creativa, fantaseadora, con un vocabulario entre esotérico y folclórico, capaz de perpetrar las cursilerías más encantadoras y de un humorismo involuntario constante.

En nuestros días, gracias a la demanda multitudinaria de ese público imantado por el fútbol, que quiere ver fútbol no solo en los estadios sino también en los diarios, las radios, la televisión, la crítica del balompié rompió ya con el realismo y accedió a ese estadio superior de la escritura, que es la creación de mitos.
Sin temor a exagerar se puede decir que es regla casi general que las páginas deportivas sean las más vitales e imaginativas de diarios y revistas, aquellas en las que el periodista muestra una libertad y una audacia estilística mayores. Lo mismo se puede decir del comentarista radial de fútbol, que, si es bueno, va enriqueciendo con sus palabras aquello que transmite, como un trovador medieval transformaba en sus versos los amores o las batallas que cantaba. El comentarista de televisión, en cambio, está embridado por la presencia de la imagen, que lo ata a la realidad del partido.

Estos periodistas deportivos, cuando son talentosos, jamás describen un partido o radiografían el desempeño de un jugador: los mitifican. Es decir, los sacan de su efímera, pasajera realidad concreta y los instalan en la realidad permanente, intemporal e incorpórea de la ficción.

He aquí unos cuantos ejemplos, elegidos sin trampa en los diarios a los que puedo echar mano en este estadio Balaídos de Vigo, donde escribo estas líneas. Un periodista catalán, refiriendo el desempeño que tuvo en el primer partido del Mundial ese arquero belga con nombre de cachetada (Pfaff), lo define bellísimamente como “el portero de la vista agrimensora”. Un crítico madrileño, por su parte, sintetiza con esta insuperable alegoría la derrota argentina ante el equipo Belga: “Argentina murió al atardecer, en el centro del campo. La magia de los campeones del mundo quedó atrapada por la tela de araña roja tejida por los belgas en la zona entre áreas”.

Los árbitros, para otro comentarista, no castigan a los jugadores: les “muestran la cartulina” o les señalan “el infamante camino del camarín”. Un partido no es un partido, sino un pretexto para sugestivas formulaciones retóricas, en las que la “visión práctica” y la “eficiencia zonal” del “estratega” (entrenador) soviético se enfrentaron a la “filosofía de inspiración individualista”, al “ritmo embrujante y mareador” del “once” brasileño.

Se podría hacer una linda antología de críticas de fútbol, mostrando cómo los periodistas-ficcionistas apelan, con instinto poético envidiable, para describir los partidos, a los más diversos arsenales retóricos, y que hay encuentros reseñados como un espectáculo musical, como una comedia de disparates, como una tragedia griega, como una hazaña épica o como una catástrofe militar. Gracias al fútbol, la literatura de ficción contemporánea se ha enriquecido con un aporte tan simpático como inesperado: las secciones deportivas de la prensa. Jóvenes estudiantes de Literatura: para comprobar prácticamente cómo la buena literatura transforma la experiencia real en mito, ¡lean las crónicas del fútbol!

Mario Vargas Llosa. Julio de 1982.

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