domingo, 7 de noviembre de 2010

Más allá del suelo

La historia de Franklin Lobos, el ex futbolista chileno que sobrevivió al colapso de la mina en Atacama y el extraordinario amor de todo su pueblo por un equipo de fútbol


COPIAPÓ, Chile -- En el día previo al mayor partido de fútbol de la historia de este remoto pueblito del desierto, el equipo se arrodilló a rezar. Los jugadores del Regional Atacama estaban a una victoria de ganar el campeonato y la promoción a la primera división del fútbol chileno. La comunidad minera de trabajadores de clase baja se sintió renacida. Así, unidos en el vestuario, le pidieron ayuda al santo patrón del pueblo: Por favor, deja que hagamos esto por el pueblo, por cada uno de nosotros. Ellos prometieron visitar el santuario del santo al costado del camino después del partido, para darle gracias. Un par de millas en las afueras de Copiapó, construida sobre una empinada pared de rocas, el lugar era una capilla abierta donde se encendían velas sobre los desvencijados portones de acero.

Cuando el juego terminó, y luego de que Atacama finalmente ganara, los jugadores ni siquiera se quitaron el uniforme. Corrieron desde el estadio, sobre la ruta 5, hasta el santuario. Todo el equipo. Franklin y Diego, Mario y Ramón, todos ellos. Eran jóvenes y fuertes. Sus pulmones se llenaron del aire de verano, y un centenar de fanáticos se reunió detrás de ellos, atrapados por la misma felicidad. Todos corrieron, gritando sus plegarias, durante nueve kilómetros. La multitud seguía al poderoso mediocampista de Atacama, su jugador más rápido, el hombre que había anotado el primer gol en la historia del equipo. Todos corrían detrás de Franklin Lobos.



CUANDO EL ALIENTO SE DETIENE
Casi 29 años después, el 5 de agosto, Lobos encendió su camioneta para manejar hasta la mina San José. Cuando se miró en el espejo no vio al poderoso joven que esa gente siguió en su carrera. Él vio a un hombre de cinturas anchas y calva brillante. Pero recordó esos días.

Justamente la semana anterior, él había jugado con algunos de sus viejos compañeros de equipo en un partido de veteranos. Tan querido era ese equipo de aquel 1981 que fueron ellos, y no los actuales profesionales, quienes fueron invitados a jugar el primer partido de inauguración del nuevo estadio. A Lobos, de 53 años, le encantaba jugar al fútbol con sus amigos, aún cuando su familia no podía entender por qué se pasaba tanto tiempo con estos cuarentones viviendo en el pasado.
"Los jugadores de fútbol tienen su momento", diría su suegra.  La mina de cobre y oro de San José tenía una reputación, aún en un pueblo de mineros. Los locales la llamaban la Mina Kamikaze. Un minero había muerto varios años atrás, y a comienzos de este año uno de ellos había perdido una pierna. Lobos recibía un 30 por ciento más de dinero, unos $1.500 dólares por mes, por trabajar ahí. Él sabía que era peligroso, pero tenía cuentas por pagar. Los jugadores no se enriquecían en esos tiempos. Todos sus ex compañeros de equipo tenían trabajos en el mundo real.

Él se metió más y más profundo en la mina, con un compañero a su lado, pasando a otra camioneta llena de amigos que emergían hacia la superficie. Afuera, sus amigos sintieron la conmoción en la montaña. Más tarde, ellos le dirían a todos que seguramente el colapso había matado a Lobos.

Abajo, un trozo de roca colapsó justo detrás de Lobos. La rutina diaria se transformó en una película de acción. Cayeron trozos de piedra a su alrededor, y una nube hirviente de tierra que transformó todo en oscuridad. Lobos se adentró más aún en la mina. El túnel se derribaba detrás suyo, con enormes trozos de tierra cayendo detrás de la camioneta. Las piedras enterraron una pieza de maquinaria y una torre de agua. Toda la montaña se caía detrás suyo, pero Lobos se las arregló para llegar a la cámara de rescate, donde encontró a otros 31 mineros. Ellos estaban también atrapados.

Todo estaba negro. Pasaron las horas. Ellos podían oírse a sí mismos, y las voces sonaban asustadas. El minero más viejo tenía 62 años y lideraba los rezos. El más joven tenía solamente 19 años, y su familia le dijo a los reporteros que le tenía miedo a la oscuridad.

Finalmente, la nube de polvo se asentó y todos trataron de ver lo que sucedía entre el polvo. Esto fue lo que vieron: 33 hombres en un pequeño refugio de emergencia, de 160 metros cuadrados, con agua limitada y apenas dos días de provisiones de emergencia. Ellos estaban muy profundo bajo la superficie (casi la altura de dos edificios Empire State), y los rescatadores no sabían dónde mirar.

El capataz Luis Urzua se hizo cargo. Él había sido entrenador de fútbol, y sus trabajadores lo respetaban. Primero, él había encontrado la manera de hacer que la comida dure lo más posible. Cada 48 horas, pensó, cada minero podría comer dos cucharaditas de atún, tomar un traguito de leche y medio bizcocho. Los hombres sacaban agua de las maquinarias para mantenerse hidratados. Urzua se pasó el tiempo haciendo mapas de los túneles alrededor, creando un dibujo del extraño mundo subterráneo, para que pudieran esparcirse. Usaron las luces de las camionetas para simular los horarios diurnos y nocturnos y así mantener la sanidad mental. Pasó un día. Pasó una semana.


Lobos escuchó los taladros triturando la roca, sacudiendo la frágil montaña, buscando ciegamente a los 33 hombres en la oscuridad. Cuando el ruido se acercaba, sus espíritus se elevaban. Se sentían vivos. Pero todo el tiempo los taladros se alejaban y el ruido se hacía silencio. Esas horas se sintieron como la muerte para los mineros. La comida se hizo escasa. Los hombres perdieron peso, unos 9 kilos cada uno. Un hombre escribió un poema: "Muchos días han pasado sin saber. Aquí en el fondo, mis lágrimas comienzan a correr".

Llegó el día 18, seguido del día 17. El taladro chillaba en la cercanía, cada vez más cerca, pero seguía alejándose también. El sonido desapareció. Las marcas y los granos comenzaron a cubrirles sus cuerpos. La comida se acabó. La esperanza se acabó. Lobos finalmente entendió que nunca iba a abandonar este agujero. Él esperaría un poco más, y luego escribiría una carta de despedida. Se sentó en la sala atestada, y esperó morir.

¿PERDIENDO UN HÉROE
En las horas posteriores al colapso de la mina, el rumor se esparció por Copiapó: Lobos, El Mortero Mágico, era uno de los 33. Los noticieros deportivos y los programas de radio recordaron su carrera.  Los comentarios giraron hacia 1980.

Copiapó existía en el borde de la civilización. Estaba en el desierto de Atacama, el lugar más seco del mundo. Pero a fines de los '70s, una explosión en la minería local y en las industrias agrícolas locales desató un boom. La universidad local, hoy una de las mejores de Chile, fue creada en 1981. Las grúas dominaban el paisaje. De hecho, ellas creaban el paisaje, porque antes de su arribo no habían edificios grandes. Y en abril de 1980, Atacama jugó su primer partido.

El estadio estaba lleno. Lobos anotó el primer gol y fue un ídolo local. Todos en el pueblo conocían su nombre, y cuando él y sus compañeros de equipo entraron a la Primera División en la temporada siguiente, en apenas su segundo año de existencia, su lugar estaba asegurado. Al igual que los Medias Rojas del 2004 ó los Saints de Nueva Orleans en el 2009, estos tipos ya no volverían a pagar por un trago. Ellos son famosos por peso propio. Es mejor que la fama. Ellos son amados por todos.

La promesa de esos años no duró mucho. El negocio de la minería decayó y el equipo eventualmente se fue cayendo, siendo reemplazado por otro equipo. Algunos jugadores se fueron del pueblo. Algunos se quedaron y consiguieron trabajos normales. Lobos manejó un taxi y luego aceptó un trabajo en las minas. La vida bajo tierra dejaba poco tiempo para otras cosas. "Algo sucedió cuando él comenzó a trabajar como minero", dice su suegra Ana Díaz Torrejón. "Él dejó de practicar deportes".

Aún así, cada tanto el equipo se junta y juega. Los partidos se vendían por completo y la muchedumbre cantaba las viejas canciones y todos recordaban un tiempo diferente. Incluso los jóvenes que nunca los habían visto jugar coreaban sus nombres. "Todo esto está en el corazón del pueblo", dijo Rubén Sánchez, miembro del equipo. "El pueblo recuerda todo esto hasta el día de hoy".

Ahora los fanáticos tratan de procesar la noticia. Imaginen a Bucky Dent atrapado en una mina, dado por muerto. Los ex jugadores, aún aquellos que habían perdido contacto, comenzaron a llamarse entre sí. En Santiago, horas después del colapso, el estelar del Atacama Mario Caneo oyó sonar su teléfono. Era el viejo utilero del equipo, Leonel Olmos. "Franklin tuvo un accidente en la mina", dijo Olmos. Caneo comenzó a llorar.

En su departamento en la ciudad de Nueva York, el duro defensor del equipo, Ramón Climent, miraba por cable el canal chileno cuando la lista de víctimas recorría la pantalla. El nombre de su viejo amigo le provocó escalofríos en sus brazos.

Todos esperaban las noticias: sus compañeros y la ciudad que los amaba. En Nueva York, en el 16to día, mientras Lobos perdía la esperanza en lo profundo debajo de la superficie, Climent casi se mete en una pelea con alguien que le dijo, durante una fiesta, que "Franklin está muerto".
Al día siguiente, Climent estaba sentado frente a su televisor cuando esto sucedió. Él escuchó la historia en su totalidad: el taladro había llegado a la cámara de seguridad, y los mineros ataron a ella una nota en una escritura temblorosa en letras rojas: Estamos bien en el refugio los 33. Franklin Lobos estaba vivo.



LA VIDA A 700 METROS DE PROFUNDIDAD
La gente inundó las plazas en todo el país. Los familiares y amigos trataron de procesar las noticias. Allá abajo en la mina, los hombres sintieron que nacían de nuevo. Se estableció la comunicación y el presidente de Chile, Sebastián Piñera, estaba en línea. Le preguntó a Urzúa que necesitaban sus 33 hombres. "Señor presidente", dijo, "no nos abandone". "No estarán solos", les dijo Piñera. "No han estado solos ni siquiera un momento".
El rescate comenzó. Los oficiales de submarinos chilenos comenzaron a armar un plan. Sudáfrica, los Estados Unidos y Canadá enviaron a sus mejores cerebros mineros. La NASA envió científicos para dar consejos sobre cómo mantener gente con vida en el espacio exterior, porque eso era esencialmente lo que la mina se había transformado. Todo era nuevo. Nada era sencillo. Imagínense: están atrapados en un túnel que tiene todas las salidas bloqueadas, y el rescate implicará la excavación de un agujero del ancho de una persona a lo largo de casi 10 estadios de fútbol. El equipo hizo lo que pudo a medida que avanzaban. Fue como la hazaña del Apollo 13.

Durante los primeros días, dos pequeños agujeros denominados como cordones umbilicales fueron tallados para llevar provisiones. Cada uno de ellos era de un ancho aproximado del tamaño longitudinal de un iPhone. Uno era para enviar agua, oxígeno y comunicaciones. El otro era para enviar paquetes hacia arriba y hacia abajo. La salvación llegaba en cilindros de 2.70 metros denominados palomas mensajeras.

Una de las primeras cosas que bajaron a la mina fue una cámara de video. Los mineros hicieron películas cortas y las enviaron nuevamente hacia arriba, como presentación del mundo en que vivían. Era como el mundo de la película "El Señor de las moscas". Tenían una sociedad armada, con oficiales y reglas, con alguien a cargo de la comida, y otra persona a cargo de su vida espiritual. En muchos aspectos, ellos habían creado un equipo.

Todo estaba organizado cuidadosamente. Una mesa para las cartas. Un estante para provisiones de primeros auxilios. Un hombre colgó un poster de una chica en la pared. Los mineros se figuraron maneras de usar el laberinto de túneles a los que tenían acceso. Un túnel era la letrina. El otro era para hacer ejercicio. El otro era para fumadores: dos hombres finalmente arreglaron para que los oficiales les enviaran cigarrillos en lugar de nicotina en chicle. Los mineros armaron la zona de fumadores en la parte más caliente de la mina y a una gran distancia, una caminata de unos 500 metros. El teléfono estaba puesto en un rincón, para que no puedan verse llorar entre ellos.

Las cartas viajaban en ambas direcciones cada día. Los mensajes eran líneas de vida. Carolina Lobos, la hija de Franklin de 25 años de edad, se sentía como si reamente estuviese comenzando a conocer a su padre. Un minero y su esposa decidieron que deberían casarse por iglesia, luego de haberse casado por registro civil 25 días antes. "Cómprate el vestido", le dijo. Otra mujer escribió que aceptaría la propuesta matrimonial que había rechazado no mucho tiempo atrás. Un hombre se enteró que su mujer había dado a luz a una niña. La llamaron Esperanza.

Los hombres pidieron videos de Maradona y Pelé. Pidieron música. Pidieron carne y cerveza, pero en lugar de eso les enviaron cintas elásticas y un régimen estricto de ejercicios para usarlas. Si no lograban un peso ideal no entrarían por el agujero de rescate. El médico del lugar trabajó alguna vez para el seleccionado chileno de fútbol, y él ayudó a que construyan su estámina aeróbica. También logró que uno de ellos, entrenado como paramédico, le envíe muestras de orina y sangre por el tubo. El médico envió vacunas hacia abajo. El tiempo que pasaron bajo tierra les estaba quitando la inmunidad ante los gérmenes más comunes.

Cada paloma tomaba 30 minutos para dar el viaje de ida y vuelta. Los hombres recibieron un proyector de televisión y antidepresivos, dados y canciones de amor. Comieron tres veces y dos bocadillos por día.

Recibieron instrucciones para enfrentar al circo de medios que los espera en la superficie. Lobos trató de contarles que la fama no es gratuita. Recibieron pequeñas biblias. Recibieron camisetas de jugadores famosos. Carolina le dijo a su padre que quería enviarle una pelota de fútbol ero que no entraba por el agujero. El juego nunca estuvo muy lejos de la mente de Lobos. Escribió una carta al nuevo equipo de Copiapó, el que reemplazó al Atacama, que jugaba un partido para evitar el descenso. Sean tan persistentes como los mineros, les dijo.

Mayormente, los 33 mineros se aferraron a su rutina. Tres turnos de ocho horas, cada uno de ellos limpiando las rocas que caían por el agujero que se excava para rescatarlos. Si no podían mover los trozos, quedarían encerrados en la mina. Cada hora contaba. Durante un breve contacto con el ministro de salud de la nación, Urzúa le dijo "hágalo corto, que tenemos mucho trabajo por hacer".

Un mes pasó así, y luego dos. Llegó octubre. Nadie había vivido bajo tierra durante tanto tiempo. Se sintieron felices porque el final parecía estar a la vista. Se sintieron nerviosos por el ascensor de rescate construído especialmente por la Armada. "Cada día estoy más impaciente", dijo Carolina Lobos. "Mi padre también. Estamos ansiosos".

Los hombres contaron los días. Escribieron cartas. Leyeron cartas. La nación entera siguió cada paso. En medio de todo este proceso, cuando el seleccionado de fútbol chileno jugaba un partido, los mineros podían ver el juego y, a través de la magia de las cámaras y los cables, el pueblo de Chile los podía ver a ellos. La transmisión se cortaba para pasar a una visión en vivo desde la mina. La cámara se movía para mostrar a Lobos, que sonreía. Una barba espesa le cubría el rostro. Lucía cansado pero a salvo. "Franklin Lobos es uno de nosotros", dijo el relator. "Para Franklin Lobos, un saludo especial".


UN LAZO QUE NO SE ROMPE
En Nueva York, con el trabajo de rescate ya encaminado, Ramón Climent supo que necesitaba hacer algo.
Tantas cosas le habían pasado desde sus días en Atacama, y aún cuando él estaba a tres décadas y 1700 kilómetros de distancia de la situación, él nunca se sintió realmente alejado de ese remoto pueblito del desierto ni de ese grupo de hombres. Los atletas pueden crecer y envejecer en mundos diferentes, pero nunca dejan de ser compañeros de equipo.

Caneo se subió a un autobús en Santiago. Doce horas más tarde se unía a Climent. Ambos llamaron a Diego Solís, quien se tomó un vuelo desde Buenos Aires. Estos jugadores, que no habían estado juntos en los últimos 25 años, volvieron a Atacama. "Podrían haber pasado 1000 años", dijo Caneo "y yo lo hubiese reconocido".  El tiempo voló. Solís rió y le metió el dedo en el oído a Ramón. Climent se rió de la piel de Solís, blanca como una azucena. "Es el próximo Michael Jackson", se burló.

Los tres caminaron por el pueblo. En un café local en la plaza reunieron una multitud. La gente se juntaba y los señalaba. Sus héroes habían regresado. Las cámaras lanzaban sus flashes. La gente les daba la mano. Primero hubo felicidad, pero luego una sensación de tristeza cubrió a todos. La gente de Copiapó se dio cuenta de por qué estos tres muchachos estaban de regreso en la ciudad. Ellos vinieron porque un viejo amigo estaba en problemas. "No solo somos amigos durante los partidos", dijo Caneo. "Somos amigos del corazón".

Estos tres hombres, de unos 50 años cada uno, fueron a la mina la semana pasada. Ellos pasaron el conocido santuario a la vera de la ruta hacia el cual habían corrido hace 29 años, con una bandera casera envuelta sobre ella pero no para pedir una victoria futbolística sino para pedir por el regreso de los mineros. El terreno cercano a San José es descripto a menudo como un paisaje lunar. Se ha transformado en una especie de cliché, pero es cierto. Veámoslo así: si estuviésemos en el sitio de una película de George Lucas que hable del fin del mundo, estaríamos recibiendo un buen premio navideño.

El lugar es desolado, y el duro desierto junto a la ruta de ripio hacia la mina los puso nerviosos. Esta vez fue el turno de Caneo a la hora de los escalofríos. Ellos se imaginaron el último viaje de Lobos hacia esta remota y solitaria mina. Ellos observaron las altas excavadoras y trataron de imaginarlo enterrado ahí abajo. La angustia se esparció por el auto: ¿cómo puede ser que un tipo que le trajo tanta alegría a una ciudad haya terminado trabajando en un infierno así?

Cuando ellos llegaron al polvoriento campamento, simplemente dieron vueltas y se pusieron a esperar. Se les había dicho que tendrían una oportunidad de hablar con Franklin por teléfono. Olmos, el viejo utilero, los encontró ahí, frente a la camioneta de CNN, y les tocó la canción del club Atacama por teléfono. Los tres jugadores conocieron a Carolina. Se reunieron en círculo para escucharla contar su situación. Ella sonaba muy madura. La última vez que la habían visto era apenas una bebé. Ahora era una mujer. Ellos hicieron preguntas, y ella hizo lo posible para responder. Ella vio la preocupación en sus rostros y, por primera vez, ella entendió por qué ellos le importaban tanto a su padre. Ella entendió que eran hermanos.

CAMPAMENTO ESPERANZA
Climent se paró ahí en el polvoriento camino y observó el caos que lo rodeaba. Delante suyo, los equipos taladraban día y noche, con tres opciones diferentes tratando de llegar a los mineros. Docenas de carpas fueron instaladas alrededor de la zona, con fogatas por todas partes. Los mensajes de esperanza cubrían las rocas en los alrededores. Se colgaban banderas por todas partes. Cientos de banderas chilenas flameaban en la brisa. Un grupo de sacerdotes daba misa. Los payasos hacían animalitos con globos para los niños. La gente leía cartas que habían llegado por las palomas. "Esto es una locura", dijo.

Cuando la mina colapsó, una extraña ciudad de carpas creció alrededor de la operación de rescate. Las familias se mudaron aquí al desierto, lidiando con días de calor excesivo y noches frígidas. Era como un circo. Algunas personas lloraban abiertamente. Otras peleaban. Un minero sufrió la gran desgracia de ver cómo llegaban su mujer y su amante simultáneamente. Carolina Lobos vivió en una carpa, fumando sin parar, llegando a consumir tres paquetes diarios antes de que Lobos fuese encontrado vivo. "Tengo que dejar de fumar para cuando mi padre salga de la mina", dijo. "Le prometí eso a él y a Dios".

Las camionetas de televisión los siguieron, y se metieron adentro también. Las cadenas y las grandes operadoras de cable de todo el mundo construyeron plataformas de madera para hacer transmisiones en vivo, conectándose vía satélite y reservando todas las habitaciones de hotel y todas las casas rodantes disponibles en kilómetros a la redonda. Hay casi más reporteros que familiares.

A medida que pasaban las semanas, algunas personas comenzaron a viajar diariamente desde Copiapó. Carolina hizo eso tambiéñ, aunque se siente más cerca de su padre en la mina que en su hogar. Cada noche ella durmió con la camiseta Adidas que encontraron en el vestuario de su padre a la salida de la mina. Durmió con arrepentimiento también. Antes de eso, ella tomaba por sentado lo que su familia le daba. Ella quería a su padre pero realmente nunca se tomó el tiempo para demostrarlo. El accidente le hizo dares cuenta lo que se había perdido. Con su padre encerrado en un extraño purgatorio, ni vivo ni muerto, ella se imaginó cómo sería su vida una vez que él regrese a la superficie. Hizo planes. "Darle todo el amor que nunca le he dado", dice ella. "Ayudarlo. Cuidarlo. Protegerlo".

Esta semana pasada, viviendo entre su carpa en el Campamento Esperanza y su balcón en Copiapó, Carolina contó los días hasta el regreso de su padre. El fin parecía cercano. Ella pensó en todos los pequeños milagros de los dos últimos meses, sobre esos hombres ya entrados en años que le demostraron lo que realmente significa ser un verdadero compañero de equipo. "Ellos son los mejores recuerdos que él tiene", dice ella. "Él me dijo que ellos eran muy importantes para él. Estos tipos lo ayudaron a ser el jugador de fútbol y el hombre que es ahora".

HERMANOS PARA SIEMPRE
Los hombres que han jugado en el Atacama han esperado en salas de hospital y frente a iglesias, han viajado para ver bodas y bautismos. Muchos de ellos son abuelos. Siempre han estado ahí el uno para el otro, y ahora, tres de ellos están parados sobre una mina colapsada, frente a un teléfono blanco. Lobos levantó el tubo, a tres cuartos de kilómetro bajo sus pies. Él esperaba la voz de su hija del otro lado.


"Tengo una sorpresa", dijo Carolina. "Saluden a los viejos mineros de Atacama".  Los viejos jugadores se amontonaron junto al teléfono. Todos empezaron a hablar. Franklin oyó voces de su pasado. No podia ver sus rostros pero sabía que estaban ahí. Mario! Diego! Ramón!

Trataron de hacer una conversación trivial, conversar sobre chicas que todos conocieran, bromeando con los carteles que decoran todo Chile con las fotos de los mineros. Todos se tomaron su turno para darles aliento, esperando transportarlos, aunque sea durante unos minutos, afuera de la mina. Pronto, su tiempo llegó a su fin. Las risas se detuvieron. La conversación se puso seria. En unos minutos, todos los viejos jugadores regresarían a sus autos y se alejarían en silencio, pensando en su hermano encerrado en ese pozo en la tierra. Pero en el teléfono, primero debían decir adiós.  "Volveré cuando hayas salido para tomarme una cerveza", dijo Climent.  "Adiós, amigo", dijo Olmos.

"Voy a quedarme aquí para siempre contigo", dijo Caneo. "Estamos todos aquí contigo, amigo".
Lobos comenzó a sollozar. Él tenía muchas cosas para decir. Podría haberles dicho cosas sobre sus hermosos recuerdos. Podría haberle comentado que los lazos que ellos formaron cuando todo parecía posible habían sobrevivido al paso del tiempo. Los atletas pueden crecer y envejecer alejado entre sí, pero nunca dejan de ser compañeros de equipo.
"Estoy llorando", dijo. "Nunca me esperaba que vinieran hasta aquí".

Wright Thompson. Espndeportes.com

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